Autor:
D. Pablo Martín de Santa Olalla, Doctor en Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.
Cuando nos encontramos a punto de festejar el 25 aniversario de la Constitución y, por tanto, de la definitiva separación entre la Iglesia y el Estado en España, hemos creído interesante realizar una reflexión sobre lo que fue justamente la etapa anterior, la última vez que el poder espiritual (la Iglesia católica) y el poder político (el Régimen de Franco) han estado unidos. No queremos ser especial exhaustivos, sino solamente narrar aquellos hechos que consideramos más interesantes y ahondar en los aspectos menos conocidos por la historiografía española.
Lo primero que llama la atención es el hecho de que seguimos sin saber si la Iglesia participó o no en la conspiración que llevó a la sublevación militar del 18 de julio de 1936. Hay quien afirma que los conspiradores mantuvieron una reunión en el palacio del Obispo de Barcelona (Manuel Irurita, uno de los doce obispos asesinados en la guerra), pero lo cierto es que, fuera de ello, la información brilla por su ausencia.
Lo que sí parece evidente es que, una vez que la guerra comenzó, la inmensa mayoría de los católicos se inclinaron por Franco. Fuera o no lo que tuvieran pensado, estuvieran o no contra la II República, lo cierto es que el comienzo de las ejecuciones contra sacerdotes, así como los privilegios recuperados en terreno “nacional”, llevaron a la Iglesia a posicionarse a favor de la sublevación. Esta posición se confirmaría el 1 de julio de 1937, cuando los obispos españoles publicaron la Carta Colectiva del episcopado español: firmado por prácticamente todos los obispos (solo faltaban cinco), el documento mostraba su apoyo el bando “nacional” y se lavaba las manos de cualquier responsabilidad respecto a lo que estaba sucediendo. Esto no haría sino confirmar a los republicanos en la idea de que la Iglesia era enemiga de su causa. El resultado fue evidente: casi siete mil religiosos (obispos, sacerdotes, monjas, etc.) murieron ejecutados por su pertenencia a la institución. Aunque no debe olvidarse que en más de un lugar hubo un número de importante de personas que fueron asesinadas por estrictamente lo contrario, es decir, por haber mostrado públicamente o su ateismo o su anticlericalismo.
El 1 de abril de 1939 finaliza la guerra y la Iglesia, con el apoyo total de Franco, decide poner en marcha un proyecto: la recatolización de España. Los obispos, particularmente su líder (el Cardenal Goma), se habían preguntado cómo aquel país tan supuestamente católico había permitido una Constitución laica como la de 1931, y acabaron llegando a la conclusión de que España se había descatolizado: es decir, la religión católica era un elemento que había perdido presencia e influencia en España. Así que, aprovechando que el Régimen de Franco no hacía más que restablecer los privilegios de la Iglesia a lo largo y ancho del país, pusieron en marcha un programa de recatolización que en algunos casos llegó a ser asfixiante. Era lo que luego se ha conocido como nacionalcatolicismo, una ideología que defendía la consustancialidad entre la religión católica y la nación española: ser español significaba ser católico, y ser católico significaba ser español. Religión y patria unidos al servicio de la causa nacional.
En ese sentido, los elementos eran muy propicios para la Iglesia que, junto con el Ejército y la Falange, constituía una de las tres familias institucionales del Régimen. España, que era ya un país pobre y subdesarrollado antes de la guerra, había profundizado en sus carencias. Y para las familias pobres, las que apenas tenían que subsistir, no hubo más remedio que aprovechar el hecho de que fuera tanto en los conventos como en los cuarteles donde uno pudiera comer. De ahí que a lo largo de los años cuarenta y cincuenta ingresara toda una generación de españoles en el seminario con el fin de prepararse para ser sacerdotes. La oferta de la Iglesia era muy clara: en el seminario esos chicos se formarían y tendrían todos sus gastos pasados y, cuando llegara el momento de ser sacerdote (una vez finalizado el Seminario Mayor), éstos tendrían la libertad para seguir o marcharse.
Por otra parte, en este proyecto fue muy importante la excelente relación entre Franco y el conjunto de los obispos españoles. Fuera el Caudillo o no una persona religiosa, pensara o no que España debía ser recatolizada, lo cierto es que su alianza con la Iglesia proporcionaba muchos beneficios a ambas partes. Mientras la institución se aseguraba el control de la enseñanza, importantes ingresos económicos o la presencia en la censura para imponer su idea de la moral, Franco lograba el control de la conciencia de los españoles, que veían cómo sus obispos bendecían con frecuencia al dictador. Quizá por eso fue algo muy extraño ver a cardenales u obispos enfrentarse con Franco: no era el momento adecuado.
De hecho, hasta la firma del Concordato (agosto de 1953), solo encontramos dos cardenales rebeldes y cinco obispos disidentes, y no todos por los mismos motivos. Pedro Segura, Cardenal-Arzobispo de Sevilla, estaba más preocupado por el hecho de que fuera restaurada la monarquía y por la moral que por el hecho de que España fuera una dictadura. Eso sí, fue capaz de dejar a todos asombrados cuando en 1943 excomulgó a todo el consejo municipal de El Aljarafe (Sevilla) por haber incluido un baile en las fiestas patronales. Mientras, el que había sido líder de la Iglesia hasta 1936, Cardenal Vidal i Barraquer, sí se veía obligado al exilio por haberse negado a firmar la Carta Colectiva de julio de 1937. Franco nunca le dejaría volver a España y, de hecho, moriría en la fría cartuja de La Valsainte (Suiza) en 1943.
En cuanto a los obispos, Antonio Pildain, Obispo de Las Palmas, se enfrentó con Franco por cuestiones morales, como Segura, aunque, eso sí, se preocupó siempre por lograr un juicio justo para cada republicano que debía pasar los tribunales de su diócesis. Tampoco Marcelino Olaechea y Mateo Múgica tuvieron problemas con Franco por su carácter dictatorial, sino, sobre todo, por su procedencia vasca y por su fuerte sentido de la moralidad, en una España que ya era de por sí bastante “estrecha” de miras.
En realidad, solo dos obispos se atrevieron a censurar a Franco, y tuvieron que pagarlo muy caro. Fidel García, Obispo de Calahorra (La Rioja), publicó en 1942 una pastoral contra el nazismo que, estando Serrano Súñer todavía en pleno apogeo (era el Ministro de Asuntos Exteriores, de hecho), no solo fue censurada, sino que incluso llegó a prepararse un montaje contra él. Franco urdió una maniobra para que Fidel García apareciera ante la sociedad como hombre de vida “licenciosa”, pagando a prostitutas que pudieran aparentar ser amantes del obispo. García, ante la presión a la que fue sometido, no tuvo más remedio que renunciar a su cargo de obispo y acabar sus días en el olvido, acogido por los jesuitas en el Convento de Oña (Burgos).
Por su parte, Vicente Enrique y Tarancón, quien durante la década transcurrida entre 1972 y 1981 sería el indiscutible líder de la Iglesia española, siendo Obispo de Solsona se atrevió a publicar una pastoral, El pan nuestro de cada día (1950), donde censuraba la actitud de las autoridades políticas, a las que acusaba de ser culpables de corrupción y de mala distribución de bienes tan esenciales como los de la alimentación. El castigo para Tarancón fue menor para que Fidel García, aunque no estuvo mal: no se movió de Solsona, diócesis a la que había llegado en 1945, hasta catorce años después, en 1964, en que fue nombrado Arzobispo de Oviedo. Cuando Tarancón le preguntó a un contacto político las razones de su ostracismo en Solsona, éste le contestó: “Hasta que el Gobierno no digiera el pan...”
Al mismo tiempo, los seglares católicos habían sabido aprovechar muy bien el exilio de alto número de profesores universitarios, particularmente la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNdeP) y una organización todavía muy pequeña pero llamada a tener mucha influencia en el futuro: el Opus Dei. Con el Ministro de Educación Nacional controlando los tribunales que debían conceder las cátedras universitarias, hombres como Laureano López Rodó, Pedro Cortina (padre de uno de los llamados “Albertos”), Joaquín Ruiz-Giménez o José María Albareda se colocaron en las primeras plazas dentro de la universidad española. Especialmente importante fue el éxito del Opus Dei, que, a pesar de tener solo medio centenar de miembros a comienzos de la década de los cuarenta, los había colocado a casi todos en la universidad. Eugenio Vegas Latapié, Letrado del Consejo de Estado y hombre de la derecha católica y monárquica, se quejaría años después de que en aquella época no había oposiciones, sino “opusiciones”.
Así, cuando el General Eisenhower, Presidente de los Estados Unidos, quiso venir a España en 1959, en una visita de gran repercusión internacional, se encontró con un país profundamente católico (en ocasiones exageradamente) donde muy pocas cosas se podían entender sin tener en cuenta el poder de la Iglesia. El 27 de agosto de 1953 se había firmado un Concordato que garantizaba la situación existente y permitía a Franco mantener la capacidad de controlar los nombramientos de obispos de que disfrutaba desde junio de 1941.
Sin embargo, las relaciones entre el Caudillo y la Iglesia iban a experimentar un giro casi “copernicano” a partir de ese año. La celebración del Concilio Vaticano II, entre 1962 y 1965, supuso un durísimo golpe para aquellos que más contentos estaban con el maridaje entre la Iglesia y el Estado en España. La aprobación de documentos como la constitución Gaudium et spes, o de la declaración Dignitatis humanae, ambas en diciembre de 1965, hacía imposible la realidad existente en el país. España era una dictadura de carácter personal, donde no había ni partidos políticos ni sindicatos (el Sindicato Vertical era solo una farsa controlada desde el poder, como las Cortes orgánicas), y donde la democracia era una página de la Historia cerrada ya hacia varias décadas, mientras esos documentos vaticanos abogaban por una representatividad lo más amplia posible y por el reconocimiento de los derechos más fundamentales para la población española.
Entonces comenzó a verse un espectáculo ciertamente inesperado: obispos pronunciándose constantemente contra el Régimen, la ultraderecha haciéndose anticlerical, encierros en las iglesias... e, incluso, una cárcel en Zamora donde se metía a los curas más rebeldes. La Iglesia se había fracturado: una parte apostaba por mantener el apoyo a la causa de Franco, mientras otra, que tenía especial fuerza en las ciudades, se decantaba por el apoyo a la oposición democrática. El Concordato que había sido firmado doce años antes era ahora presentado en revistas como Vida Nueva o en diarios como el ABC como un cadáver al que nadie se atrevía a enterrar.
Aunque hubo varios intentos por renovar el Concordato, lo cierto es que el asesinato de Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973 dio al traste con casi cualquier posibilidad de mantener la unión entre Franco y la Iglesia. La Conferencia Episcopal, que se encontraba controlada por el sector aperturista del clero desde finales de 1970, lo tenía muy claro: no podía firmarse nada con un Régimen que, además de ser dictatorial, se desconocía si sería capaz de sobrevivir a la muerte de su fundador.
La muerte del Caudillo el 20 de noviembre de 1975 y el inicio de la Transición a la democracia abrieron la puerta a una nueva etapa entre la Iglesia y el Estado en España. El país ya no volvería a ser confesional: con una cooperación adecuada entre ambas partes y con una sana independencia la vida política se vería mucho menos alterada. Hoy, en noviembre de 2003, quedan muchas cosas por resolver, entre ellas una importantísima crisis de identidad dentro de la Iglesia, pero eso, como tantas otras cosas, es otra Historia.
Para profundizar en estas cuestiones, recomendamos tres libros, entre ellos uno del propio autor del artículo:
-Martín de Santa Olalla, Pablo: De la Victoria al Concordato. Las relaciones Iglesia-Estado durante el “primer franquismo” (1939-1953). Barcelona, Laertes, 2003.
-Piñol, Josep María: La transición democrática de la Iglesia católica española. Madrid, Trotta, 1999.
-Raguer, Hilari: La pólvora y el incienso. La Iglesia y la Guerra Civil española. Barcelona, Península, 2001.
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