Existe una serie de creencias populares sobre los indicadores conductuales del engaño que no se ven corroboradas por la evidencia empírica. Determinados libros "de autoayuda" contribuyen a la difusión de las mismas. En este trabajo se revisan varias décadas de investigación en psicología y comunicación sobre la detección no-verbal del engaño. Al contrario de lo que propugnan los libros "de autoayuda" y de lo que sostiene la sabiduría popular, detectar la mentira a partir del comportamiento no-verbal es extremadamente difícil, apenas sí existen claves conductuales que permitan discriminar entre verdades y mentiras, su significado y poder de discriminación varían en función de diversas variables contextuales, y la eficacia de los programas de entrenamiento es muy limitada. Frente a las cuestionables afirmaciones de determinados libros populares y dadas las graves consecuencias que en ciertos ámbitos pueden tener los juicios de credibilidad erróneos, es necesario desmontar los falsos mitos existentes sobre la detección no-verbal de la mentira, sustituyéndolos por información más válida y científicamente contrastada.
Correspondencia/Autor: Jaume Masip. Departamento de Psicología Social y Antropología. Universidad de Salamanca. Facultad de Psicología. Avda. de la Merced, 109-131. 37005 Salamanca. España. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
La psicología social ha abordado en diversas ocasiones la relación entre el conocimiento psicológico y el sentido común (por ej., Garrido, Herrero y Masip, 2004; Teigen, 1986; véanse las consideraciones de Kelley, 1992). Como han señalado algunos autores (por ej., Myers, 1999/2000), se critica la psicología social porque estudia cosas que todo el mundo sabe, es decir, que son "de sentido común" (Kelley, 1992; Schlesinger, 1949). Esta crítica se formula, casi siempre, una vez se ofrece al crítico la respuesta correcta ("¡esto ya lo sabía yo!"); pero por lo general le cuesta adivinar de antemano tan "obvia" respuesta (Kelley, 1992; Lazarsfield, 1949).
Hay dos ámbitos por los que siento un interés profesional especial desde hace algunos años en los que la distancia entre el sentido común y los hallazgos científicos es notable. Tales ámbitos son el de la comunicación no-verbal y el de la detección del engaño. Probablemente por su atractivo intrínseco, ambos estimulan la imaginación popular, dando lugar a "teorías" y visiones de lo más extravagantes que, por lo general, no tardan en ganar la más amplia aceptación popular. A esta difusión suelen contribuir un sinnúmero de libros oportunistas, mal llamados "de autoayuda", firmados, en muchos casos, por profesionales de formación dudosa que se aprovechan de la ingenuidad del lector, movidos probablemente por intereses económicos, obrando con ello de modo éticamente reprobable. No pretendo cuestionar todos los libros de autoayuda. Ciertamente, algunos de ellos son obra de reputados investigadores y están escritos con absoluto rigor científico. Pero buena parte de las publicaciones de este tipo se basan en las creencias ingenuas y sin contrastar de sus autores, y no en el estado de conocimiento científico sobre el tema. Ello hace escaso bien a la difusión popular del conocimiento, y no contribuye a la auto-ayuda que pueda ofrecerse a sí mismo el interesado lector (razón por la que se entrecomilla en este trabajo el calificativo "de autoayuda" referido a tales libros). Resulta curioso que, precisamente, sea el desconocimiento que el lector tiene de la disciplina el factor que, por una parte, le impulsa a acudir a esas publicaciones, mientras que por otra parte le impide apreciar el escaso valor científico de las mismas, haciéndole vulnerable a la desinformación que éstas destilan.
Específicamente en relación con el ámbito de la comunicación no-verbal (o "lenguaje del cuerpo", como se suele llamar en tales libros) se da la circunstancia de que, tal como ocurre en otros campos de la psicología, todo el mundo "sabe" sobre el tema, y todo el mundo opina al respecto, osando negar, relativizar o matizar la palabra del verdadero experto. Es como si los estereotipos populares tuvieran más valor que el conocimiento científico obtenido mediante los rigurosos procedimientos aceptados en el ámbito de las ciencias. A menudo uno se sorprende al encontrar publicidad en que se anuncian cursillos de "comunicación exitosa", o con sensacionalistas títulos como "el lenguaje del cuerpo para las ventas" o similares, ofrecidos por consultorías u otros organismos ajenos a nuestro ámbito de especialización, e impartidos por personas cuyos escasos conocimientos en psicología o comunicación interpersonal no les capacitan en absoluto para impartir esos contenidos. Sería absurdo que un psicólogo pretendiera ofrecer un cursillo sobre derecho, economía o ingeniería. Sin embargo, algunos abogados, economistas, ingenieros y profesionales de otros "gremios" alejados del nuestro no dudan en considerarse capacitados para adentrarse sin vacilar en el campo de la psicología, la comunicación y otras ciencias sociales afines para impartir "conocimientos" especializados. En mi opinión, esto merece el calificativo de intrusismo profesional.
El resultado de tal estado de cosas no puede sino ser la difusión de falsas creencias sobre el significado del comportamiento, así como ofrecer la imagen distorsionada de que la conducta no-verbal es un "juego de niños", con gestos de significado inequívoco y carente de todo relativismo. Así, por ejemplo, muchos creen que cruzar las piernas o los brazos significa indudablemente que la persona no está "abierta" psicológicamente al otro, que proyectar la mandíbula hacia delante es un signo de dominancia, etc. Uno no puede sino sonreírse ante la ingenuidad de tales creencias, que reflejan más una serie de teorías implícitas a menudo equívocas que el verdadero conocimiento científico de nuestra disciplina.
Un buen ejemplo de la difusión de este tipo de creencias lo constituye el popular libro El lenguaje del cuerpo, de Allan Pease (1981/1988). El autor, un vendedor a comisión, empezó a interesarse por el "lenguaje del cuerpo" al asistir a un seminario ofrecido en 1971 por el antropólogo Ray Birdwhistell. Resulta desafortunado que, en su obra, Pease no haga honor a la indiscutible reputación científica de Birdwhistell, pese a la engañosa afirmación que incluye en el prólogo de que "en este libro he resumido algunos de los estudios realizados por los mejores especialistas en el comportamiento humano" (Pease, 1988, p. 9).
Si bastante dañina es ya la difusión de falsas creencias "disfrazadas" de conocimiento científico por legos en la materia, el tema adquiere tintes escandalosos cuando quienes las difunden son supuestos profesionales. Paolo Abozzi, que se erige en director de un llamado Centro di Comunicazione Integrale en Roma y que afirma tener formación en comunicación e hipnosis (véase http://digilander.libero.it/magopaolo/PAOLO%20ABOZZI.html), es autor de, entre otras obras, el libro La interpretación de los gestos (Abozzi, 1996/1997). La naturaleza del mismo es idéntica a la del volumen de Pease, y lo cierto es que el Centro di Comunicazione Integrale no es, como en principio podría pensarse, un centro de investigación, sino un organismo que se dedica a ofrecer cursillos y vídeos sobre hipnosis, grafología, programación neurolingüística y temáticas similares (http://digilander.libero.it/magopaolo/index2.html). El peligro que supone la difusión de falsos conocimientos por supuestos profesionales se fundamenta en el conocido impacto de la credibilidad de la fuente sobre la persuasión (Kruglansi et al., 2005). El cliente ingenuo va a considerar ciertas esas informaciones por provenir de un "experto" en el tema, por lo que creerá a pies juntillas todas sus aseveraciones y seguirá las recomendaciones ofrecidas. Ello puede llevar a decisiones erróneas de graves consecuencias en contextos como el interpersonal, el laboral o el jurídico.
El segundo ámbito al que hacía referencia anteriormente es el de la detección de la mentira. Siendo tan "intrigante" como el del comportamiento no-verbal, se ve amenazado por idénticos peligros. Estos se han concretado, por ejemplo, en diversas técnicas o procedimientos elaborados por veteranos policías o militares cuya experiencia profesional en contextos en que la mentira es frecuente les dota de cierta credibilidad popular1. Pero el que un profesional tenga experiencia no implica necesariamente que deba ser un experto (en este sentido, y aplicado específicamente al ámbito de la detección no-verbal del engaño, véanse los trabajos de DePaulo y Pfeiffer, 1986; Garrido, Masip y Herrero, 2004; Meissner y Kassin, 2002; Strömwall, Granhag y Hartwig, 2004). En consecuencia, sus recomendaciones pueden ser equivocadas. El auge de aparatos tales como los evaluadores del estrés vocal (Masip, Garrido y Herrero, 2004) o de procedimientos como la Técnica SCAN (Masip, Garrido y Herrero, 2002a) son claros ejemplos de lo dicho. Desarrollados por veteranos profesionales de los cuerpos de seguridad, tales artilugios y procedimientos gozan de gran popularidad en ámbitos aplicados, debido en parte a la profesión de sus creadores y en parte a los poderosos mecanismos de márketing desarrollados a su alrededor. Sin embargo, su utilidad real para detectar mentiras ha sido seriamente cuestionada por la investigación empírica. El riesgo es, una vez más, la gravedad de las consecuencias derivadas del uso de la información errónea proporcionada. Si el mito de que los evaluadores del estrés vocal o la Técnica SCAN son instrumentos o procedimientos válidos y fiables está bien enraizado en la sociedad, probablemente la judicatura admita como prueba en los juicios la evidencia obtenida con ellos. Pero si en realidad no discriminan adecuadamente entre personas veraces y mentirosas se puede estar condenando de forma injusta a sospechosos inocentes, al tiempo que los verdaderos culpables quedan en libertad (en este sentido, véase el informe del National Research Council, 2003, referido al empleo de polígrafo).
Si el problema ya resulta de consideración al tomar en cuenta separadamente el comportamiento no-verbal y la detección de la mentira, no debe sorprender que la situación sea poco alentadora cuando se trata de detectar la mentira a partir del comportamiento no-verbal. Hace unos años encontré anunciado en un catálogo un libro escrito por alguien llamado David Lieberman (1998) que llevaba por título Never be lied to again (algo así como "Que no te mientan nunca más"). Lo solicité, si bien con abierto escepticismo dada la naturaleza sensacionalista del título y mi absoluto desconocimiento del autor (era evidente que no se trataba de ningún investigador relevante en esta área). El libro, subtitulado "cómo saber la verdad en 5 minutos o menos en cualquier conversación o situación", no contiene información alguna con valor científico o práctico, sino una colección de absurdos consejos de naturaleza completamente engañosa. Lo más indignante del caso son las letras "Ph.D." que figuran en la cubierta y el lomo del volumen junto al nombre del autor, y que designan que éste es Doctor. Asimismo, en la solapa se ensalzan las supuestas virtudes profesionales de dicho autor. No soy contrario a que cada cual se exprese libremente, escribiendo las más fantasiosas excentricidades; pero otra cosa muy distinta es intentar hacer pasar por información científica y contrastada (como evidencia la inclusión de las letras "Ph.D." y los datos de la solapa del libro) una serie de contenidos de ningún valor. Se trata, simple y llanamente, de un fraude, y deberían emprenderse acciones legales contra fraudes de esta naturaleza. Sólo queda esperar que ningún profesional (policía, juez, abogado, etc.) de cuyas decisiones sobre la sinceridad de otra persona dependa el destino de ésta lea el libro o se lo tome con seriedad.
Un ejemplo dramático de las consecuencias prácticas que puede tener la difusión de datos o procedimientos acientíficos lo constituye el controvertido entrenamiento de Inbau, Reid, Buckley y Jane (2001). Impartido por la empresa John E. Reid & Associates, dicho entrenamiento se dirige a miembros de los cuerpos de seguridad que deban interrogar a sospechosos. La compañía se jacta de haber entrenado a más de 300.000 profesionales desde el primer seminario sobre interrogatorios y entrevistas celebrado en 1974 (véase http://www.reid.com). Parte del entrenamiento de Inbau et al. (2001) se centra sobre las claves conductuales del engaño. Sin embargo, las claves que se enseñan se apartan de aquellas pocas que la investigación empírica ha mostrado que pueden ser útiles (véase el interesante contraste ofrecido por Blair y Kooi, 2004). Asimismo, atender a tales indicadores reduce la precisión de los policías al juzgar la credibilidad de declaraciones verdaderas (Mann, Vrij y Bull, 2004). Además, Kassin y Fong (1999) han mostrado empíricamente que el entrenamiento en los indicadores de Inbau et al. produce una reducción en la precisión global alcanzada, acompañada de un sesgo a decir que los sujetos mienten y de un incremento de la confianza en los juicios.
Si se tiene en cuenta que, en muchos países, antes de someter al sospechoso a un severo interrogatorio la policía sostiene una entrevista más distendida con él para establecer su inocencia o culpabilidad sobre la base de los indicadores conductuales del engaño, el peligro de la desinformación que proporciona John E. Reid & Associates es obvio. Pero este peligro se magnifica si se tiene en cuenta el tipo de interrogatorio que John E. Reid & Associates propone, pues se trata de una aproximación altamente agresiva y coercitiva que puede llevar a muchos inocentes a confesar el delito que se investiga (por ej., Kassin, 2005; Kassin y Gudjonsson, 2004). En definitiva, pues, la policía: (a) entrevista a un sospechoso; (b) observa determinados indicadores conductuales de escaso valor diagnóstico pero que cree asociados con el engaño, y en consecuencia resuelve que el sospechoso miente; y entonces (c) desde este convencimiento somete al sospechoso a un duro proceso de interrogatorio cuya naturaleza puede hacer que incluso muchas personas inocentes confiesen (Kassin, 2004, 2005; Kassin y Gudjonsson, 2004). Este proceso puede explicar buena parte del elevado número de casos, registrados en países como los Estados Unidos (donde la técnica de Inbau y Reid goza de cierta popularidad entre los miembros de las fuerzas de seguridad), de personas que han sido encarceladas sobre la base de una confesión que más tarde se ha demostrado fehacientemente que era falsa (Drizin y Leo, 2004).
El objetivo del presente trabajo consiste en "desmantelar" una serie de creencias populares erróneas, en muchas ocasiones difundidas a través de cursillos o libros escritos por personas poco cualificadas, referentes a un tema claramente "psicológico" como es la detección del engaño a partir del comportamiento no-verbal. La información que se proporciona en las siguientes páginas está basada en la más rigurosa investigación científica en psicología y comunicación interpersonal. Dicha información será de indudable interés para el profesional de la psicología debido a tres razones: ser parte de su disciplina, la utilidad que puede tener en muchos ámbitos aplicados de la misma, y por el papel asesor que el psicólogo desempeña al ser interpelado por otros profesionales, a cuyas consultas debe responder según la ciencia psicológica, cuestionando las creencias engañosas que pueda tener el que inquiere.
PRECISIÓN: ¿SE PILLA ANTES A UN MENTIROSO QUE A UN COJO?
Una creencia popular muy extendida es la que se refleja en el dicho "se pilla antes a un mentiroso que a un cojo". En otras palabras: es fácil pillar al mentiroso. ¿Es correcta esta creencia?
El examen de la precisión (nivel de aciertos) al hacer juicios de veracidad ha sido uno de los temas más estudiados en el área del engaño. El procedimiento experimental empleado suele consistir en presentar a una muestra de sujetos observadores o receptores una serie de declaraciones efectuadas por un conjunto de sujetos emisores (los potenciales mentirosos). Dichas declaraciones se presentan en formato audiovisual o auditivo, empleando grabaciones electromagnéticas o una representación "en vivo" (véase el Capítulo 3 de Miller y Stiff, 1993, para una descripción de los paradigmas experimentales empleados). En algunas ocasiones se permite que emisor y receptor interactúen libremente (Buller y Burgoon, 1996). Los receptores deben indicar, habitualmente en un formulario, si cada una de las declaraciones presentadas es verdadera o falsa. En ocasiones también se solicita de ellos que expresen el grado de confianza en cada juicio y los indicadores a los que han atendido para formular dicho juicio.
Normalmente la mitad de las declaraciones presentadas son verdaderas y la otra mitad son falsas. De modo que, sólo por azar, los observadores pueden acertar la mitad de los juicios, es decir, pueden tener una precisión del 50%. ¿Cuál es la precisión alcanzada realmente en los estudios empíricos? En 1980, Kraut publicó una revisión de los estudios realizados hasta el momento. En ella se indicaba que la precisión media era del 57%. Veinte años después, Vrij (2000) promedió la precisión obtenida en 39 estudios relevantes. Ésta fue casi idéntica a la hallada por Kraut: 56.6%. Aproximadamente un tercio (n = 12) de los experimentos revisados por Vrij arrojaban una precisión que se situaba en el estrecho rango limitado por el 54% y el 56%. En ningún experimento la precisión estaba por debajo del 30% ni por encima del 64% (Vrij, 2000).
Más recientemente se han realizado revisiones mucho más exhaustivas y actualizadas, basadas en un muestreo más meticuloso de estudios. Aamodt y Mitchell (en prensa) han llevado a cabo un meta-análisis sobre el efecto de diversas variables individuales sobre la precisión al efectuar juicios de credibilidad. Examinando un total de 193 muestras distintas de receptores, con una cantidad total de 14.379 observadores, han hallado una precisión media del 54.5%. En otro trabajo más amplio (incluye un total de 349 muestras de receptores, con 22.282 sujetos que evaluaron la credibilidad de los mensajes de 3864 emisores), Bond y DePaulo (en prensa) hallaron una precisión media del 53.4%. Si bien ésta es significativamente superior al 50% esperado por azar, en términos absolutos es una precisión extremadamente pobre. Significa que de cada 100 mensajes hay 47 que se juzgan erróneamente. Es decir, tenemos casi la misma probabilidad de acertar nuestros juicios que de fallarlos. La precisión de los detectores humanos al hacer juicios de credibilidad sobre la base de la observación del comportamiento es, pese a lo que dice la sabiduría popular, extremadamente limitada. De hecho, de las diversas aproximaciones a la detección del engaño, la no-verbal es la que arroja unos niveles de precisión más bajos2.
Esta limitación se extiende asimismo a aquellos profesionales para los cuales detectar mentiras es importante y que tienen experiencia en tareas de evaluación de la credibilidad. Así, frente a la precisión del 54.2% obtenida por estudiantes universitarios legos, Aamodt y Mitchell (en prensa) informan de niveles del 50.8% para las muestras de detectives, del 54.5% para policías federales norteamericanos, del 55.3% para policías y para agentes de aduanas, del 59.0% para jueces y del 61.6% para las cuatro muestras de psicólogos incluidas en su meta-análisis. Bond y DePaulo (en prensa) utilizan contrastes estadísticos para comparar la precisión de "expertos" (personal de los cuerpos de seguridad, jueces, psiquiatras, auditores...) y "no-expertos". Ni en las comparaciones intraestudio (al considerar conjuntamente todos los experimentos en que se había hecho esta comparación) ni en las comparaciones interestudio (comparación del nivel de precisión en experimentos en que los observadores habían sido "expertos" con experimentos en que éstos habían sido "no-expertos") las diferencias resultan significativas. En las comparaciones interestudio los niveles de precisión hallados han sido 52.9% para los "expertos" y 56.9% para los "no-expertos". En definitiva, los profesionales familiarizados con el engaño no son mejores detectores que los observadores legos.
La precisión no sólo es baja, sino que además es uniformemente baja. Hay evidencia de que existe un conjunto de factores situacionales y personales que influyen de forma estadísticamente significativa sobre los juicios y los niveles de precisión (Masip, Garrido y Herrero, 2002b). Así, Bond y DePaulo (en prensa) hallaron que determinadas variables (canal de comunicación, motivación del emisor, preparación, exposición previa a la conducta del emisor e interacción vs. no-interacción emisor-receptor) tenían un impacto significativo sobre el nivel de aciertos3. Sin embargo, lo cierto es que para alguna de ellas (motivación y preparación) éste sólo apareció en las comparaciones intraestudio, pero no en las comparaciones interestudio. Y además, pese a la significación de algunas diferencias, prácticamente en todos los casos en que los autores señalan los índices de precisión éstos estuvieron por debajo del 60%. Por lo tanto la influencia de estas variables, pese a ser estadísticamente significativa, es realmente muy reducida en términos absolutos. Por su parte, el trabajo meta-analítico de Aamodt y Mitchell (2005) muestra que variables individuales tan importantes como la edad de los receptores, su sexo, su nivel educativo/capacidad cognitiva y los rasgos de extraversión y neuroticismo no se relacionan significativamente con la precisión de los juicios. Sólo la automonitorización parece tener una débil relación positiva con ella (r = .14).
Estos resultados se refieren a la detección de mentiras y verdades (reflejan el porcentaje de clasificaciones correctas al considerar conjuntamente declaraciones verdaderas y falsas), pero ¿qué pasa específicamente con la detección de la mentira? La investigación muestra que las personas identificamos con mayor facilidad verdades que mentiras (Levine, Park y McCornack, 1999). Esto es así porque presentamos una tendencia a considerar que los demás dicen la verdad, lo cual incrementa nuestra precisión al juzgar verdades y la reduce al juzgar las mentiras (Levine et al., 1999; Masip et al., 2002b). Así, por ejemplo, en el meta-análisis de Bond y DePaulo (en prensa) se halló que el porcentaje medio de juicios de verdad fue del 55.0%, significativamente superior al 50% esperado por azar. Esto hizo que la precisión al juzgar declaraciones verdaderas se situara en el 60.3%, sensiblemente por encima de la precisión al juzgar declaraciones falsas, que alcanzó tan sólo la tasa del 48.7%.
Esta tendencia a juzgar las declaraciones como verdaderas puede deberse a varias razones (véase Levine et al., 1999). Es posible que esté basada en un modo de procesamiento heurístico (Stiff, Kim y Ramesh, 1992), o en el propio funcionamiento de la mente, que en principio representaría como cierta toda aquella información entrante que comprende (Gilbert, Krull y Malone, 1990), o puede derivarse de la estrategia adaptativa de creer los mensajes que se reciben, ya que en la vida cotidiana la mayor parte de ellos son ciertos (Anderson, Ansfield y DePaulo, 1999). Recientemente, sobre la base de dos estudios que muestran que cuanta más información se proporciona al receptor menor es el sesgo de veracidad, hemos propuesto que éste pudiera deberse a un artefacto experimental (Masip, Garrido y Herrero, 2005, en prensa). Ciertamente, en la investigación realizada hasta el momento los fragmentos de la conducta del emisor que se han utilizado como material estimular han sido muy breves. Esta brevedad limita la cantidad de información que el observador puede recibir del emisor, de forma que, a la hora de formular sus juicios, el observador se ve obligado a emplear un modo de procesamiento heurístico. Y se da la circunstancia de que en tareas de evaluación de la credibilidad los juicios heurísticos suelen ser juicios de verdad (véanse Gilbert et al., 1990; Millar y Millar, 1997; Stiff et al., 1992). Por lo tanto, el sesgo de veracidad hallado en la investigación pudiera deberse a la brevedad de las muestras conductuales empleadas. En consonancia con esta idea, hemos mostrado que el empleo de muestras de conducta más extensas e informativas reduce este sesgo (Masip, Garrido y Herrero, 2005, en prensa). Sin embargo, este hallazgo debe ser replicado por otros equipos de investigación, y quedan todavía algunas preguntas por responder (Masip, Garrido y Herrero, 2005, en prensa).
En cualquier caso, la tendencia a juzgar las declaraciones como verdaderas parece ser menor entre aquellos profesionales para quienes la detección de la mentira es más relevante que en otras personas (Bond y DePaulo, en prensa). Se ha llegado incluso a afirmar, sobre la base de los resultados empíricos, que en realidad tales profesionales presentan un sesgo opuesto que les lleva a considerar que las declaraciones son falsas (Meissner y Kassin, 2002), y que presentan una tendencia generalizada a cuestionar la veracidad de las comunicaciones emitidas por los demás4 (Masip, Alonso, Garrido y Antón, 2005).
En resumen, la investigación revisada en este apartado muestra que: (a) la capacidad de los seres humanos para discriminar entre mensajes verdaderos y falsos es muy escasa; (b) esto es así incluso entre personas para quienes dicha discriminación tiene importancia profesional; (c) aunque hay algunas variables que afectan significativamente al nivel de aciertos, en términos absolutos las variaciones oscilan entre el 50% y el 60%, manteniéndose siempre por debajo de niveles de precisión aceptables; (d) la investigación muestra que las personas tendemos a prestar credibilidad a lo que otros nos dicen, por lo que detectamos más verdades que mentiras; sin embargo, hay indicios de que este resultado pudiera deberse al modo en que habitualmente se ha hecho la investigación; (e) por el contrario, los profesionales para quienes la evaluación de la credibilidad es importante muestran una tendencia a considerar que los mensajes son falsos.
CONFIANZA: ¿SOMOS CONSCIENTES DE NUESTRA (IN)CAPACIDAD PARA DETECTAR MENTIRAS?
Una vez establecido que es difícil detectar mentiras sobre la base del comportamiento no-verbal pasamos a otra cuestión examinada por la investigación: ¿existe alguna relación entre la confianza depositada en nuestros juicios y nuestra precisión? DePaulo, Charlton, Cooper, Lindsay y Muhlenbruck (1997) hicieron un meta-análisis de la investigación sobre la confianza al hacer juicios de veracidad. Con la muestra de los 18 estudios relevantes que pudieron localizar, encontraron una correlación media prácticamente nula: r = .04. Aamodt y Mitchell (en prensa) han examinado la misma cuestión, añadiendo experimentos más recientes a los incluidos en el meta-análisis de DePaulo et al. (1997). La correlación promedio en 58 estudios hallada por Aamodt y Mitchell es virtualmente la misma: r = .05. En definitiva, las personas no tenemos conciencia de lo correctos o incorrectos que son nuestros juicios de credibilidad.
Otro hallazgo de interés relacionado con la confianza es la evidencia de que tendemos a sobreestimar nuestra capacidad de discriminar entre verdades y mentiras. DePaulo et al. (1997) compararon la confianza y la precisión en seis estudios en los que ambas variables se habían medido en una escala de 0 a 100 (o en los que las puntuaciones se podían transformar a dicha escala). Hallaron una precisión media del 57.20% y una confianza media en sus juicios del 72.91%, claramente superior.
INDICADORES: MÍRAME A LOS OJOS Y DIME LA VERDAD
Muchos libros populares sobre comunicación no-verbal presentan la detección de la mentira como una tarea sencilla: basta con examinar si el emisor muestra determinadas señales conductuales claramente visibles para determinar si está mintiendo o no. Por ejemplo, Lieberman (1998) y Pease (1981/1988) afirman que taparse la boca, tocarse la nariz, frotarse un ojo o el cuello o tirar del cuello de la camisa son indicación de que el interlocutor está mintiendo.
Asimismo, las personas tienen creencias muy claras sobre cuáles son los indicadores conductuales del engaño (véanse entre otras las revisiones de Strömwall et al., 2004; Vrij, 2000). Por ejemplo, una creencia popular muy extendida (y que también se encuentra en el libro de Lieberman) es que los mentirosos apartan su mirada. En un reciente trabajo transcultural se ha hallado que este estereotipo tiene validez universal. Cuando se preguntó a personas de 58 países distintos "¿Cómo puedes saber si alguien está mintiendo?", los habitantes de 51 de ellos mencionaron que las personas apartan la mirada al mentir (Global Deception Research Team, en prensa). En un segundo estudio se empleó un cuestionario con preguntas cerradas. Una de éstas aludía al contacto ocular. Las tres opciones de respuesta eran que la gente mira más a los ojos del interlocutor al mentir que al decir la verdad, que mira menos, y que mira en igual medida. En 61 de los 63 países estudiados los participantes escogieron la segunda de estas tres opciones con más frecuencia que ninguna de las otras dos (Global Deception Research Team, en prensa). ¿En qué medida son correctas tales creencias? ¿Existen indicadores claros del engaño? ¿Cuáles son?
En diversas revisiones se han comparado los resultados de los estudios centrados en los indicadores reales del engaño (conductas que diferencian entre declaraciones verdaderas y falsas) con los de aquellos estudios que han examinado los indicadores percibidos o las creencias de la gente sobre los índices del engaño. Los indicadores percibidos son aquellos que las personas utilizan realmente para hacer sus juicios de credibilidad, y las creencias son los indicadores que las personas dicen que son útiles para discriminar entre verdades y mentiras5 (Masip y Garrido, 2000, 2001). En general, las coincidencias entre las últimas dos categorías y la primera son muy escasas, reflejando que las personas tenemos un gran desconocimiento de las claves que realmente pueden discriminar entre comunicaciones verdaderas y falsas (Burgoon, Buller y Woodall, 1994; DePaulo, Stone y Lassiter, 1985; Vrij, 2000). Por ejemplo, Vrij (2000) observa que si bien la gente cree que, en comparación con quienes dicen la verdad, los mentirosos mueven más sus extremidades, desvían más la mirada, parpadean más, sonríen más, muestran más automanipulaciones y gestos ilustrativos, cambian con mayor frecuencia de postura y mueven más el tronco, los resultados de la investigación empírica muestran que, en realidad, los mentirosos mueven sus extremidades menos que los veraces, y que la relación entre las demás conductas y el engaño no es significativa. Otras creencias populares examinadas por Vrij, como que los mentirosos cometen más errores y presentan más vacilaciones al hablar, que hacen más pausas, etc., no han recibido apoyo claro de la investigación, puesto que se han hallado resultados contradictorios debido a que determinadas variables, como la complejidad cognitiva de la mentira, pueden mediar la expresión de las conductas relevantes. Hay dos creencias populares que, según Vrij, son acertadas: la de que al mentir se habla con un tono de voz algo más agudo y la de que las pausas al hablar son de mayor duración al mentir que al decir la verdad. En conclusión, la abrumadora mayoría de las creencias populares sobre los indicadores no-verbales del engaño son erróneas. Por desgracia, sucede lo mismo con las creencias que presentan profesionales tales como policías, jueces, etc., las cuales se solapan en gran medida con las del ciudadano medio (véase Strömwall et al., 2004, para una discusión en profundidad).
Una posible explicación de esta falta de concordancia entre creencias y realidad nos la ofrece Kelley (1992) cuando hipotetiza que las nociones del sentido común probablemente sean menos válidas cuando se refieren al micronivel que cuando se refieren al mesonivel. En el micronivel, Kelley ubica los "acontecimientos que ocurren rápidamente ..., en escalas pequeñas de magnitud o masa (por ej., pequeñas contracciones de los músculos faciales o cambios en la fijación ocular), y a menudo de forma invisible..." (Kelley, 1992, p. 6). El mesonivel es el "nivel de la conducta individual molar..." (Kelley, 1992, p. 6), y comprende "consecuencias inmediatas y directas, periodos de tiempo de minutos a días ... Este nivel es el centro de atención en la vida diaria..." (Kelley, 1992, p. 6). Indudablemente, la identificación de claves discretas del engaño se inserta en el micronivel de Kelley.
Sea como fuere, la discrepancia entre los estereotipos populares y la realidad empírica puede dar cuenta del escaso valor de las claves conductuales para formular juicios correctos de mentira. Park, Levine, McCornack, Morrison y Ferrara (2002) preguntaron a un grupo de estudiantes que recordaran un caso en el que hubieran descubierto que otra persona les había mentido y que indicaran qué estrategias habían empleado en esa ocasión para descubrir el engaño. Los resultados muestran que los métodos más usados fueron la información de terceras personas, la evidencia material y la confesión del propio mentiroso. Prestar atención a las claves no-verbales y verbales estuvo entre las estrategias menos empleadas (2.1%). En definitiva, el papel de tales claves para formular juicios correctos de mentira es ínfimo6.
El trabajo de Vrij (2000) descrito anteriormente revisa sólo parte de la literatura. Con posterioridad al mismo, DePaulo, Lindsay, Malone, Muhlenbruck, Charlton y Cooper (2003) han publicado el trabajo meta-analítico más exhaustivo realizado hasta el momento sobre los indicadores no-verbales y verbales del engaño. Aunque no comparan tales indicadores con las creencias populares, sus resultados son del máximo interés, pues permiten aislar las claves que, potencialmente, pueden ser útiles para discriminar entre verdades y mentiras. DePaulo et al. examinaron un total de 116 informes de investigación en los que se explora la relación de 158 claves conductuales con el acto de mentir o decir la verdad. Los autores diferenciaron entre dos conjuntos de claves. Primero, aquellas que se habían examinado por lo menos en tres ocasiones distintas, habiendo podido calcular con precisión el tamaño del efecto para al menos dos de ellas. El tamaño del efecto es, en este caso, un índice de la relación entre la presencia/ausencia de la clave y si el emisor miente o dice la verdad. Sólo puede calcularse con exactitud si se proporciona la suficiente información en los informes de investigación originales, lo cual no sucedía en todos los examinados por DePaulo et al. El segundo conjunto de claves comprendía a todas las demás. Los cálculos referentes al primer conjunto son más válidos, dado el mayor número de muestras y la mayor precisión en los cálculos del tamaño del efecto.
Los autores hallaron que sólo 24 claves de las 88 del primer grupo diferenciaron entre declaraciones verdaderas y falsas. A éstas se añadieron 17 del segundo grupo. En conjunto, 24 + 17 = 41 claves de un total de las 158 examinadas; esto es el 26.0%. Si sólo consideramos las 24 claves significativas del primer grupo, cuyo cálculo presenta más garantías, el porcentaje es del 15.2%. En conclusión, a diferencia de lo que promulgan una serie de libros "de autoayuda" y de lo que sostiene la sabiduría popular, hay muy pocas diferencias entre la conducta de las personas cuando mienten y cuando dicen la verdad.
Con el fin de aislar los indicadores más válidos del engaño, DePaulo et al. (2003) se centraron en aquellos basados en un número de comparaciones superior a cinco y con un tamaño del efecto igual o superior a 0.20 en valores absolutos. Sólo hallaron 12 de tales indicadores, la mayoría de naturaleza verbal. La clave más discriminativa (d = -0.55) parece ser la inmediaticidad verbal y vocal. Esto significa que al mentir las personas responden de manera menos directa, relevante y clara que al decir la verdad, y que además lo hacen de forma evasiva e impersonal (DePaulo et al., 2003). Además, en comparación con las comunicaciones de quienes dicen la verdad, las comunicaciones de los mentirosos parecerán más ambivalentes y discrepantes (por ej., habrá falta de concordancia entre lo expresado a través de unos canales y otros) (d = 0.34). Asimismo, las mentiras tendrán menos detalles (d = -0.30), una estructura menos lógica (d = -0.25) y un menor engranaje contextual (d = -0.21) que las verdades. Éstos son tres criterios verbales del Análisis de Contenido Basado en Criterios o CBCA7 (Garrido y Masip, 2000, 2004; Masip, Garrido y Herrero, 2003; Vrij, 2005). Las narraciones falsas también parecerán menos plausibles (d = -0.23) y contendrán más afirmaciones negativas y quejas (d = 0.21) que las verdaderas. El narrador parecerá inseguro y vacilante en su voz y en sus palabras (d = 0.30), dará la impresión de estar más nervioso o tenso (d = 0.27), su voz también sonará tensa (d = 0.26) y de hecho su tono fundamental (frecuencia de la voz) será más agudo (d = 0.21). Además, la implicación personal del narrador a nivel verbal y no-verbal será menor en declaraciones falsas que en declaraciones verdaderas (d = -0.21). Es importante señalar que ninguna de las pintorescas claves antes mencionadas que describe Pease (1981/1988) se encuentra en esta lista basada en un riguroso meta-análisis de la investigación relevante, ni tampoco el contacto ocular8.
Es extremadamente importante tener en cuenta que estos resultados se derivaron de todo el conjunto de estudios y condiciones experimentales de los trabajos analizados por DePaulo et al. (2003). Pero se detectaron una serie de circunstancias que influyen sobre la utilidad de los indicadores para discriminar entre declaraciones verdaderas y falsas. Así, la motivación del emisor, el objeto que se persigue con el engaño (ocultar una transgresión vs. otros fines), la extensión de la respuesta (tiempo durante el que el emisor se expresa) y la preparación previa de la mentira influyeron sobre el significado y el poder discriminativo de diversos indicadores (DePaulo et al., 2003; DePaulo y Morris, 2004). Por ejemplo, cuando la comunicación no estaba preparada de antemano la latencia de respuesta (tiempo transcurrido entre el final de la pregunta y el inicio de la respuesta del emisor) fue mayor al mentir que al decir la verdad, pero cuando la comunicación estaba preparada de antemano la latencia fue mayor al decir la verdad que al mentir. Asimismo, hubo varias claves (por ej., parpadeos) que discriminaron cuando se mentía sobre transgresiones pero que no discriminaron al mentir sobre otros temas (para una descripción completa de los efectos de las variables moderadoras sobre los indicadores, véanse DePaulo et al., 2003; DePaulo y Morris, 2004). En resumen: (a) el significado de los mismos indicadores (por ej., latencia de la respuesta) puede cambiar según las circunstancias; (b) hay conductas (por ej., parpadeos) que discriminan significativamente en unas circunstancias pero no en otras; y (c) hay claves (por ej., parpadeos) que no discriminan en términos generales pero que sí lo hacen en circunstancias muy específicas, y viceversa. Así pues, al contrario de lo que se afirma en muchos libros de autoayuda, no sólo hay pocas claves del engaño, sino que éstas son muy específicas de cada situación. Como señala Kelley (1992), el sentido común es más sensible a los efectos principales que a las interacciones que la ciencia desvela, y además la ciencia descubre factores subyacentes que no están en el punto de vista del observador lego y que tienen gran influencia en los resultados.
ENTRENAMIENTO: ¿EXISTE ALGUNA REMOTA ESPERANZA?
El panorama que se dibuja en las páginas anteriores es ciertamente desolador: los seres humanos somos pésimos detectores de mentiras, nuestra confianza no se relaciona con la precisión de nuestros juicios, tendemos a sobreestimar nuestra capacidad de detectar mentiras, nuestras creencias sobre los indicadores del engaño son erróneas y utilizamos claves equivocadas al hacer tales juicios. ¿Existe alguna esperanza de aprender a hacerlo bien?
Se han realizado muchos intentos de entrenar a las personas para detectar el engaño (véanse las revisiones de Bull, 2004; Frank y Feeley, 2003; Vrij, 2000). Vrij observa que se han utilizado tres tipos de entrenamiento. Uno consiste en proporcionar a los sujetos retroalimentación sobre sus resultados, de forma que puedan aprender de sus errores y sus aciertos al ir efectuando los juicios de credibilidad. Otro tipo de entrenamiento se basa en una estrategia informacional, consistente en indicar a los observadores cuál es la verdadera relación entre determinados indicadores y el engaño. Un tercer tipo de entrenamiento se basa en una estrategia atencional, en que se focaliza la atención de los observadores sobre determinadas claves reveladoras (sin explicitar necesariamente su significado), o bien sobre aquellos canales más transparentes (por ej., el canal auditivo). Según Vrij, con independencia del método empleado, en general los observadores han logrado incrementar su nivel de aciertos en la condición de entrenamiento. Pero el autor también indica que tales incrementos han sido muy pobres: precisión media del 54% en los grupos no-entrenados vs. del 57% en los grupos entrenados.
En un trabajo posterior al de Vrij (2000) y más sistemático que éste, Frank y Feeley (2003) meta-analizan la investigación realizada hasta el momento sobre el entrenamiento no-verbal en detección de la mentira. Su trabajo considera 20 comparaciones efectuadas en 11 trabajos publicados, con un total de 1072 observadores en los grupos de entrenamiento y 1161 en los grupos control. Encuentran que el incremento de precisión debido al entrenamiento es estadísticamente significativo, pero muy pequeño: se informa de un nivel medio de aciertos del 54% en los grupos no-entrenados y del 58% en los grupos entrenados; nótese que los valores son casi idénticos a los hallados por Vrij (2000). Los autores argumentan que la escasa calidad de los programas de entrenamiento empleados puede estar detrás de tan pobre incremento. Sin embargo, aunque es cierto que los programas empleados presentan una serie de limitaciones, un problema más fundamental atañe a la escasa relación, antes señalada, entre indicadores conductuales y el engaño, así como el relativismo de esta relación en función de diversas circunstancias (DePaulo et al., 2004). Esto puede afectar negativamente a la eficacia de las tres modalidades de entrenamiento identificadas por Vrij (2000). Así, lo que se pueda aprender mediante la retroalimentación en un programa del primer tipo será confuso, relativo y de escaso valor. En el caso de una estrategia informacional, poca será la información consistente y válida a nivel transituacional que pueda proporcionarse a los observadores. Por último, el empleo de una estrategia atencional también presenta problemas. Si se orienta a los observadores a que focalicen su atención sobre determinadas claves discretas, éstas tendrán necesariamente una validez limitada y dependiente de las circunstancias. Y si lo que se pretende es focalizar la atención de los observadores sobre los canales auditivo y audiovisual, significativamente más transparentes que el canal meramente visual en el meta-análisis de Bond y DePaulo (en prensa), antes se debe tener en cuenta que, en las comparaciones interestudio (Bond y DePaulo no presentan los índices concretos de precisión en las comparaciones intraestudio), los niveles promedios de precisión alcanzados ante tales canales fueron del 53.7% (canal auditivo) y del 53.9% (canal audiovisual), frente al 50.2% del canal visual. Recuérdese que el nivel de aciertos por azar está en el 50%, y que la precisión total corresponde al 100%. Poca es, en consecuencia, la precisión final que podrán alcanzar los observadores al pedirles que presten atención a los canales auditivo o audiovisual.
Sobre la base de un análisis parcial de la investigación relevante, Meissner y Kassin (2002) sugieren que, más que incrementar la precisión, lo que hacen los programas de entrenamiento es incrementar la tendencia de los observadores a decir que los mensajes son falsos. De forma consistente con tales apreciaciones, en el meta-análisis más amplio de Frank y Feeley (2003) el incremento debido al entrenamiento fue nulo al juzgar verdades (precisión del 58% en los grupos no-entrenados vs. 56% en los entrenados), pero sustancial al juzgar mentiras (49% vs. 55%). Este efecto no debe sorprender. Aunque Vrij (2000) identificara las tres aproximaciones descritas anteriormente, en realidad la mayoría de los programas de entrenamiento se han basado en la estrategia de informar a los observadores sobre la supuesta relación entre ciertas claves conductuales y el engaño. Normalmente tales entrenamientos se centran específicamente sobre los indicadores de la mentira, y no sobre los indicadores de la verdad. Se señalan ciertas conductas, se dice que suelen aparecer con más frecuencia al mentir que al decir la verdad, y se invita a los observadores a que traten de identificarlas en los vídeos experimentales para determinar si los emisores están mintiendo (y no para diferenciar si los emisores mienten o dicen la verdad). Pero el que determinadas claves aparezcan con mayor frecuencia al mentir que al decir la verdad, no significa que aparezcan exclusivamente cuando se miente. De modo que los observadores buscarán activamente esas claves indicadoras de engaño, y en cuanto perciban su más mínimo atisbo resolverán de inmediato y con firmeza que el emisor está mintiendo. Ésta puede ser la razón de que el entrenamiento incremente sólo la frecuencia de juicios de mentira, pero no la precisión al juzgar verdades. Probablemente, un entrenamiento focalizado sobre las claves de la verdad, o bien un entrenamiento más equilibrado en el que se presenten, con idéntico énfasis, los indicadores de la verdad y los de la mentira (sus opuestos), y en el que la tarea no consista en detectar mentiras, sino en discriminar entre declaraciones verdaderas y falsas, tendría efectos muy distintos. Nuestra investigación más reciente está explorando esta posibilidad.
CONCLUSIONES
La sabiduría popular sostiene que "es más fácil pillar a un mentiroso que a un cojo". La mayoría de personas muestra gran confianza en sus juicios de veracidad. Existen además claros estereotipos populares sobre el comportamiento de las personas al mentir. Se encuentra asimismo en el mercado un sinnúmero de libros "de autoayuda", que cuentan con gran aceptación popular, en los que se presenta la detección de la mentira a partir del comportamiento no-verbal como una tarea sencilla de aprender, y en los que se ofrecen extensas relaciones de supuestos indicadores del engaño de validez universal.
Frente a las creencias populares y a las afirmaciones de los libros "de autoayuda", se han presentado en estas páginas los resultados de varias décadas de rigurosa investigación realizada por psicólogos y comunicólogos. Es importante que el lector tenga en cuenta que la mayor parte de los hallazgos descritos en el presente trabajo proviene de estudios meta-analíticos muy abarcadores, por lo que las muestras son extremadamente amplias y heterogéneas (y, por ende, representativas), y los resultados reflejan fielmente los hallazgos globales de virtualmente toda la investigación realizada. Tales resultados se oponen frontalmente a las creencias populares y a lo que se afirma en la mayoría de los libros "de autoayuda". Así, se concluye lo siguiente: (a) la capacidad del ser humano para discriminar entre verdades y mentiras es extremadamente limitada; esto es así incluso en grupos profesionales para quienes la detección del engaño es una tarea importante en su trabajo; (b) las personas no tenemos conciencia de lo correctos o incorrectos que son nuestros juicios de credibilidad; (c) tendemos a sobreestimar nuestra capacidad de identificar verdades y mentiras; (d) utilizamos claves equivocadas al hacer juicios de credibilidad; (e) las creencias populares sobre los indicadores del engaño son erróneas; (f) las creencias de los profesionales para quienes la detección del engaño es una tarea importante son también erróneas y similares a las de las otras personas; (g) no se ha demostrado que los indicadores conductuales que se mencionan en la mayoría de los libros "de autoayuda" permitan una adecuada discriminación entre verdades y mentiras; (h) existen muy pocas conductas que realmente permitan diferenciar entre verdades y mentiras; (i) al contrario de lo que se da a entender en muchos libros "de autoayuda" y de lo que sostiene la sabiduría popular, el significado y el poder de discriminación de las claves conductuales dependen de una serie de variables situacionales; (j) también al contrario de lo que afirman determinados libros dirigidos al gran público, aprender a discriminar entre verdades y mentiras es extremadamente difícil, como muestra la limitada eficacia de distintos programas de entrenamiento; y (k) en lugar de incrementar la precisión global, los entrenamientos al uso aumentan el sesgo a decir que las declaraciones son falsas.
En ocasiones, determinados colectivos profesionales cuya labor les exige evaluar la credibilidad se dejan llevar por sus creencias ingenuas. Otras veces, en un loable afán de aprender y capacitarse profesionalmente, buscan información en determinados libros, en muchas ocasiones aparentemente escritos por reputados profesionales de la psicología, pero que de hecho son obra de autores poco cualificados que sólo ofrecen ingenuos consejos de nulo valor científico. En otras ocasiones van más allá y asisten a cursillos o seminarios; pero a menudo éstos son impartidos por personas ajenas a los campos de la psicología o de la comunicación, o por compañeros más experimentados que, en muchos casos con la mejor de las intenciones, se limitan a transmitir sus intuiciones y creencias de sentido común, desvinculadas del avance científico en el campo de conocimiento relevante. En determinados ámbitos, las consecuencias de un juicio erróneo de la credibilidad pueden ser devastadoras (condena de un inocente; limitación del acceso a determinado empleo o su pérdida; etc.), por lo que es necesario que quienes deban hacer tales juicios reciban la información más rigurosa y actualizada en el área de la detección del engaño. Los psicólogos están entre ellos, pero tienen además la importante responsabilidad adicional de asesorar a otros profesionales (y a legos) sobre la verdadera relación entre las claves conductuales y el engaño. En este sentido, quisiera haber podido ofrecer una lista clara de indicadores conductuales específicos, claramente perceptibles, y carentes de ambigüedad que fueran indicadores incuestionables de la mentira. Esto es lo que hacen los libros "de autoayuda", pero, por desgracia, la realidad es mucho más compleja. Ésta es la lección que conviene aprender.
Agradecimientos: El autor desea expresar su agradecimiento a Eugenio Garrido, Nuria Hernández y Roberto Vivero por su amabilidad al acceder a leer versiones anteriores de este trabajo y formular comentarios y sugerencias de gran ayuda.
NOTAS
1. Por ejemplo, Garrido, Masip y Herrero (2004) hallaron que se considera que los policías son más capaces de diferenciar entre verdades y mentiras que la población en general.
2. En un reciente informe oficial de la British Psychological Society elaborado por Bull, Baron, Gudjonsson, Hampson, Rippon y Vrij (2004), se presentan los resultados de diversas revisiones sobre la validez del polígrafo. Con el empleo de la Prueba de la Pregunta Control (CQT), el porcentaje de mentirosos identificados oscila, según la revisión considerada, entre el 83% y el 89%, y el porcentaje de persona veraces identificadas oscila entre el 53% y el 78%. Con el empleo de la Prueba del Conocimiento del Culpable (GKT), el polígrafo permite identificar prácticamente a todas las personas veraces (precisión del 98% y del 94% según la revisión considerada), pero posee una pobre capacidad para detectar a los mentirosos (42% y 76%) (Bull et al., 2004). Entre los procedimientos verbales para evaluar la credibilidad destacan el Análisis de Contenido Basado en Criterios (CBCA) y la aproximación del Control de la Realidad (RM). Con el CBCA se pueden identificar correctamente un 73% de las declaraciones verdaderas y un 72% de las declaraciones falsas (Vrij, 2005). La precisión del RM es similar, alcanzando un nivel de discriminación del 72% al clasificar tanto declaraciones verdaderas como falsas (Masip, Sporer, Garrido y Herrero, 2005). Señalábamos en otro lugar (Masip, Garrido y Herrero, 2002b) que, a diferencia de los poligrafistas o los evaluadores que emplean el CBCA y el RM, los observadores de los experimentos llevados a cabo desde la aproximación no-verbal no están entrenados, por lo que la comparación es inadecuada. Sin embargo, según se señala más adelante en el texto, los incrementos obtenidos mediante el entrenamiento en indicadores no-verbales son muy limitados. Una metodología que permitió buenos resultados a partir del análisis del comportamiento no-verbal es la empleada por Vrij, Edward, Roberts y Bull (2000), si bien sus hallazgos deben ser replicados. Sobre este tema, véase Masip et al. (2002b).
3. Más exactamente, la precisión fue menor cuando los observadores estuvieron expuestos al canal visual que cuando estuvieron expuestos a los canales auditivo y audiovisual; las comparaciones intraestudio (pero no las interestudio) mostraron que se detecta mejor a los emisores motivados que a los no-motivados; también sólo en las comparaciones intraestudio la precisión fue menor cuando el emisor había podido preparar el mensaje que cuando no lo había podido preparar; la exposición previa a la conducta habitual del emisor favoreció la detección; y las comparaciones intraestudio (no pudieron hacerse comparaciones interestudio por haberse variado este factor sólo en raras ocasiones) indicaron que durante una interacción emisor-receptor la detección es mayor que cuando el receptor observa un mensaje continuo e ininterrumpido enviado por el emisor (Bond y DePaulo, en prensa).
4. Recientemente, Kassin, Meissner y Norwick (2005) han hallado que los policías tienden más que los no-policías a considerar verdaderas una serie de confesiones falsas de delitos, por lo que han modificado su visión inicial y sostienen que, más que un sesgo a considerar que las declaraciones son falsas, lo que presentan tales profesionales es un sesgo a considerar que los emisores de tales declaraciones son culpables.
5. Los indicadores reales del engaño se estudian comparando la medida en que diversas categorías conductuales (por ej., dirección de la mirada, tartamudeos, etc.) están presentes en comunicaciones verdaderas y falsas. Para examinar los indicadores percibidos del engaño la comparación se establece entre comunicaciones juzgadas verdaderas y comunicaciones juzgadas falsas por los observadores. Las creencias o estereotipos sobre los indicadores del engaño se estudian preguntando a las personas qué claves creen ellas que permiten diferenciar entre comunicaciones verdaderas o falsas. Como hemos visto al presentar los resultados del trabajo del Global Deception Research Team (en prensa), se pueden emplear preguntas abiertas o cerradas. Además, éstas pueden formularse en términos generales ("¿cómo puedes saber si alguien está mintiendo?") o, como sucede en Masip, Garrido, Herrero, Antón y Alonso (en prensa), pueden referirse a un juicio o conjunto de juicios específicos ("¿en qué te has basado para concluir que esta persona estaba mintiendo/diciendo la verdad?").
6. Park et al. (2002) interpretan los resultados como indicativos de que las personas no emplean indicadores verbales y no-verbales para hacer sus juicios de credibilidad. Sin embargo, al haber limitado los autores su exploración a mentiras que llegaron a descubrirse, sólo podemos concluir que tales claves tienen un efecto limitado sobre los juicios correctos de mentira. Es posible que esas claves se utilicen con frecuencia pero que sean muy poco discriminativas.
7. La estructura lógica implica que los diversos detalles describen idéntico curso de sucesos, la declaración en su conjunto es coherente y lógica y sus partes "encajan". Por engranaje contextual se entiende que el acontecimiento descrito está inserto en un contexto espacio-temporal rico y complejo (véase Garrido y Masip, 2001).
8. El tamaño del efecto para el contacto ocular fue d = 0.01, y para la conducta de desviar la mirada d = 0.02; ambas ds fueron no-significativas. Las claves que arrojaron tamaños del efecto superiores a 0.20 en valores absolutos pero que se calcularon sobre la base de 5 o menos comparaciones (en realidad 3 a 5 comparaciones) fueron cooperatividad (d = -0.66), admisión de falta de memoria (d = -0.42), dilatación pupilar (d = 0.39), duración del discurso (d = -0.35), asociaciones externas relacionadas (d = 0.35), inmediaticidad verbal (d = -0.31), correcciones espontáneas (d = -0.29), elevación de la barbilla (d = 0.25), atribuciones sobre el estado mental del otro (d = 0.22), repeticiones de palabras y frases (d = 0.21) y autodesaprobación (d = 0.21). Los valores positivos de d indican que la conducta se muestra más al mentir que al decir la verdad; los valores negativos tienen el significado opuesto.
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